Golpe de Agua

Blog autobiográfico, autónomo y automata.

1.12.2007

Toda ella

Aquella era una mujer de tez blanca suave que dejaba recaer su pelo sobre los hombros mientas cruzaba las piernas en una cruz exquisita. Sus ojos azules azotados por pastillas y lágrimas de un viejo amor entraron al cuarto donde estudiábamos a la siesta los recorridos de la historia humana, frases célebres de célebres difuntos. Cargaba una bolsa de papel con una hamburguesa, papas fritas y gaseosa grande. Estaba sola por más que el grupo de mujeres la acompañara. Se encerraron en el living y hablaron minutos eternos sobre el futuro incierto propio de un final amoroso, risas entre llantos y algún que otro abrazo contenedor intentando romper la artrosis del alma. Hubo un silencio incómodo y los pasos se acercaron a la puerta que nos dividía hasta abrirla solo lo necesario para informarme que hasta ahí había llegado el repaso para el examen.
Los días siguientes fueron cuenta gotas arenosos, una extraña ansiedad rogaba por un lunes y verla en la última fila de bancos dobles. Nudos de garganta cubrieron el sábado entero, mates de a litros calentaban la garganta mientras sentado frente a una computadora intentaba escribir palabras que le regalasen sonrisas nuevamente. Tenía nombre de estrella, cintura de niña y heridas abiertas a montones. No sabía si abrazarla o amordazarla.
El examen fue en la primera hora de la mañana y su ausencia resaltaba más que mis apuntes llenos de frases tristes en los márgenes. Entregué rápido esperando cruzarla casualmente entre los pasillos y regalarle mi vida para que la destroce, cuide o ponga sobre su mesa de luz junto a un pequeño pitufo que habría de darle con cartas y poemas.
Junto a la puerta de la cantina le pregunté cómo estaba y el aire que tomo para responderme se puso espeso, entendí inmediatamente que aquella no era la mejor de las preguntas y un cóctel de anti depresivos aliviaron su mochila. Nos sentamos al sol y el tiempo pasó como aviones dibujando el cielo con estelas blancas mientras su pollera de corderoy bordó se llenaba de pasto seco y cenizas de cigarrillo. Saqué de un bolsillo una vieja etiqueta de cigarrillos que guardaba la primera de muchas cartas, me miró con miedo, ansiedad e incertidumbre y la escondió en el bolso que llevaría a Buenos Aires toda la semana restante. Luego vinieron las frases comunes de un día típico, compañeras con cara de dolor, regalos y suspiros. Ella no dejó de sonreír en ningún momento.
No fue hasta el viernes que tuve una respuesta, un mail agónico describía los temores de la distancia de dos desconocidos junto a la historia de un cine que la encontraba en el baño llorando deseando que aquella carta etiquetada la confortase como una toalla caliente al salir de la ducha en pleno invierno. Corrí al teléfono inútilmente sin recordar su número, la deseé y rompí en llanto, luego llegaron las horas de espera y verla entrar al curso en la primera hora del lunes cargando con el peso del viaje emprendido. Me miró fijo y no puede oír nada de lo que decía la profesora mientras tomaba lista. Pasamos el día juntos y la noche nos encontró en un beso sobre el sillón de su casa. Hubo sexo, lágrimas y abrazos hasta que el sol entró por la ventana nos despertó a la realidad. Se puso su ropa despacio entre la luz y los silencios. Guardamos seis meses en el cajón de los zapatos y el tiempo nos robó el olvido.
Entre muerte y muerte miro por la ventana con la vaga esperanza de encontrar la letra de una canción que le escribí mientras dormía en invierno, mi vida empezó ese día que no la volví a ver, justo antes de saber que un anillo rodeaba su anular derecho y el pelo le tapa media espalada con una cabellera rubia encantada por los químicos de alguna tintura de supermecado.
Aquella era un mujer de muy pocas que caminan sin derretir el pavimento debajo de tus pies, con sus manos aterciopeladas y muslos fríos dejando ver la sombra enferma del recuerdo que te persigue como el viento en la terraza. Una mujer, toda ella.

1.03.2007

Recuerdos perfumados

Un saxo solitario intenta cubrir el murmuro de quienes se alimentan en la tapería de la esquina. Pido una cerveza y un menú del día. De postre hay arroz con leche perfumado con ramitas de canela y casi puedo jurar que si cierro bien los ojos logro ver a mi abuela amasando sobre la mesa mármol que estaba junto a la ventana de la cocina en Villa del Dique, donde solía pasar los inviernos y algún que otro fin de semana.
Al lado de la mesa había una vieja cocina a leña donde hervían los ravioles de seso y se calentaba una salsa aguada de tomate y cebolla. Tita se había levantado muy temprano con la primer tentativa de sol del día, después de unos mates y acomodar un poco la casa, salía hacia la panadería de la esquina donde hasta hoy se hacen las mejores “caras sucias” que existen en el mundo entero. Volvía con bolsas y su típica cara de póker, es que nunca fue muy expresiva, o por lo menos nunca se lo informaba a la cara, preparaba la pasta, el relleno y comenzaba a elaborar el dulce de membrillo que llevaría la pasta flora.
Mi abuela siempre hablaba de su viaje a Europa y que en aquellos días se debía cruzar en barco. Me imagino lo alucinante que debió ser ver la costa luego de días de marea, pero solo supongo, nunca entró en detalles comunicativos más allá de lo largo del viaje y lo lindo de Europa.
En la puerta chocan dos autos y escucho a un madrileño y a un andaluz gritarse echándose la culpa. Que forma de romper la burbuja de tiempo. De primero pedí las batatas rellenas, de segundo salmón con salsa de hongos, pero nada ansío más que llegue el postre para volver a viajar por los sabores de mi infancia. El mozo se acerca y me pregunta si no prefiero café mientras trata de espiar entre mi letra cardiograma lo que escribo en ese pequeño cuaderno de madera que llevo conmigo a todos lados. Llega el momento y una cuchara plateada se acerca a mi boca rebosante de historias, recuerdos, familiares y, por supuesto, lugares del otro lado del charco.
El arroz esta rico, le falta el toque maternal de las cáscaras de naranjas escondidas entre la leche azucarada o los potes blancos de mi tía Magali que tenían un dragón sellado al fondo y que con mi hermana jugábamos a ver quién llegaba primero a verlo. El tiempo del postre se acaba en dos cucharadas, casi son las cuatro de la tarde y en Madrid hay un sol tímido que parte a la mitad la glorieta de Bilbao dejando a Carranza con luz y a Argüelles bajo el frío de la tarde invernal.
Camino despacio fumando el último pucho del atado, entro en un súper y hago la compra semanal. Salgo cargado de berenjenas, zapallitos, zanahorias, un poco de pollo y otro poco de carne de cerdo, huevos, manteca, dulce de membrillo y una bolsita de harina. El olor que sale de una panadería argentina despierta mi memoria visual y recuerdo lo último que le dije a mi abuela cuando fui a visitarla al cementerio antes de venirme: “Tita, me voy. Cruzo el charco pero no en barco, a mi me toca el avión y son sólo doce horas. No te preocupes, voy a estar bien, me llevo la receta de la pasta flora conmigo”.

12.14.2006

Marina me dijo que la mejor forma de llorar es bajo la lluvia, era un domingo de Marzo y si bien no hacía frío, el sol tampoco regalaba mucho más que luz tenue y atardeceres repletos de naranjas y fucsias. Nunca pensé demasiado en lo que dijo, ni en esa tarde en particular, es que tenía un manojo de palabras cruzadas y besos borrosos que prefería dejar en el tintero hasta hoy. Quizás fue la lluvia que roció la calle cuando salía temprano, o tal vez la madrugada encontrándome despierto, lo cierto es que cuando estábamos dentro de la burbuja de vidrio, bajo el goteo artificial de aquella selva, me lo dijo y es verdad.
Una vez, repleto de textos, resúmenes, marcadores, subrayados y la televisión prendida, Sol me habló sobre las lágrimas. Quería sacarme una foto para recordarme cuando sea vieja y yo diga su nombre entre mi lista de sexos, creo que se sorprendería si se enterase que casi un centenar de mujeres después de esa tarde, aún la recuerdo por las lágrimas compartidas en la cama, en las tardes, por los viajes que prometimos y que no llegaron a ningún lado, es que tenía razón, no hay peor cosa que lágrimas en desigualdad de condiciones.

Llegué al Ayuntamiento de Madrid a eso de las 9:30 de la mañana, hacía frío y ninguna de mis dos remeras me calentaba lo suficiente refutando mi hipótesis de que no hacía falta campera. El sol golpeaba sobre una de las paredes de la Plaza Mayor y rebotaba hacia nosotros volviendo la espera y la fila interminable un poco más amena. Cuando digo “nosotros” me refiero a las decenas de coreanos, chinos, argentinos, puerto riqueños y africanos, a nosotros, los inmigrantes.
Tres personas delante de mí se encontraba Diego, un porteño que hacía once años había abandonado el puerto de su Buenos Aires para buscarse algo mejor que deambular por Callao. Lo conocí una noche de copas discutiendo de política con un español. Diego es mozo y vino a regalarme un vodka con limón y a contarme su historia de vida que lo llevan hoy a declararse “ciudadano del mundo”, por más que para los ojos de sus jefes siga siendo un simple inmigrante.
A Diego no le gustaba llorar, pero sí las tormentas. En un bolso de cuero gastado por los viajes guardaba 37 cintas de casette de audio TDK donde había grabado diferentes tormentas por los lugares que había pasado, pero cuando llegó a Madrid dejó de grabar y se instaló en un departamento sobre la calle Luna. Le pregunté si tenía un cigarrillo, me convidó unas pitadas del suyo y no lo volví a ver después de que entró.
Cerca del medio día, y con un mar de papeles que rellenar y certificar bajo el brazo, salí del Ayuntamiento. El frío había calmado un poco y una tormenta se veía por sobre las campanas de la iglesia. Me pregunté si Diego la grabaría y después sobre si yo lloraría cuando caigan las primeras gotas. Si Sol sería feliz en Argentina preparando su casamiento y si Marina respondería alguna vez desde Milán el mail que le envié preguntándole sobre si llorar bajo la nevada era lo mismo.
Finalmente me sellaron todos los papeles y corrí a casa antes de que caiga el aguacero. Al llegar abrí las ventanas y olí la lluvia. Me asomé al balcón y mientras la tormenta circulaba calle abajo me di cuenta de que la peor lágrima es la que te cae sobre el rostro y nadie te la seca.

11.08.2006

Oliver

Oliver duerme
de patas cruzadas
debajo del hocico.
De vez en cuando levanta la cabeza,
mirar sobre la maceta
a un perro en la vereda,
antes salía corriendo detrás de ellos,
les ladraba
movía la cola.
Los años no lo sacan
de la alfombra de la puerta
del sol que da en los ladrillos de la entrada.
Anochece y se mete adentro
buscando una alfombra vieja
que se volvió su cama,
come acostado
gruñe dormido.
El tiempo se fue
con el invierno
y Oliver sigue dormido.

10.31.2006

No jodas

No hables.
No de poesía
citando reflexiones
que hicieron 200 burgueses
durante cuarenta años.
Me cansé de las odas griegas
y cómo el romanticismo
cambió la lírica por paisajes
cubiertos de palabras como
tiniebla, oscuridad y abrumante.
Volvé a las palabras mismas
sin tanto adorno,
decilas crudas,
de frente.
Contá sobre Rimbaud,
que escribió un libro
y se metió en la selva
para no ser masticado.
No me digas que soy oscuro,
nací en un país en guerra
y me crié tratando de entender un pasado
lleno de espacios en blanco.
Las palabras más comunes son
te están cagando,
ese es choro
y cuidado si caminás solo.
No hables.
No de poesía.

10.26.2006


Remate literario

Vendo poemas
pata muslo
colillas aplastadas
y orgasmos digitales.
Permuto cuentos
por sueldo fijo
o conciencia limpia
al mejor postor.
Oferta sin obligación
de lectura.

Verte así

Un cuarto que se achica
encierra una cama
descubierta
por la ventana.
Asoman sus pies
por debajo,
prende un cigarrillo
y fuma poseída
dejando que el ventilador
seque su piel
cubierta de sexo.
Lo complicado de cogerte
es ese segundo
después de hacerlo.

10.20.2006


Cañada

Sujeto al cordón
hay un río
bajo sauces.
Un pueblo viejo
cubierto de jóvenes,
pasajero
constante
de una ciudad
agitada los domingos.

Hasta luego

En esta tierra
cubierta de soja
alquitrán
e historia,
di pasos largos.
Suena un timbre,
a los costados
extraños viajantes.
De esta tierra
donde conocí a mis padres
y ellos
a sí mismos,
parto con esperanzas,
viajo hacia recuerdos
que me harán extrañarte.